Subiste al monte a orar,
a pedirle a tu Padre fortaleza
y poder aceptar,
sin miedos ni flaqueza,
la cruz de esa tu extraña realeza.
Y en lo alto del monte,
en medio del clamor del mediodía,
-el cielo de horizonte-
desvelas la alegría
que brota de tu santa teofanía.
De nuevo, una vez más,
los cielos luminosos se rasgaron,
y Pedro y los demás,
en éxtasis quedaron
sin saber explicar lo que gustaron.
Se oyó al Padre decir:
"Este es mi Hijo preferido, amado,
a él habréis de oir",
que es mi Verbo encarnado
y su evangelio el código acabado.
"¡Qué bien que se está aquí!"
¡Qué paz tan honda y qué alegre sosiego!
¡Gozémonos así
en tan divino fuego,
pudiendo ver a Dios sin quedar ciego!
Descendamos al valle,
aunque estéis tan a gusto y superbién,
volvamos a la calle,
que allí en Jerusalén,
habré de pronunciar mi último amén.
No es mi meta este monte,
-que sólo es anticipo de mi gloria-;
la Pascua es mi horizonte,
que se abre a nueva historia
a través de la cruz, que es mi victoria.
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