domingo, 27 de mayo de 2007

Pentecostés (Hch. 2)

Y allí estaba María
entre los doce Apóstoles orando,
y con ellos pedía
y seguía esperando
y al prometido Espíritu anhelando.

Irrumpes de lo alto,
de modo sorpresivo y vehemente,
como quien va al asalto
y llega de repente,
sin llamar, descarado, impertinente.

Llegas, cual vendaval
que pasa sacudiendo y agitando
bosque y cañaveral,
las sombras ahuyentando
y muros y fronteras derribando.

Irrumpes, como fuego
que todo cuanto quema purifica,
para que brote, luego,
vegetación más rica;
¡la floración del Don que santifica!

No siempre eres un viento
que pasa vehemente, a toda prisa,
que eres también aliento
de perfumada brisa,
tenue rayo de luz, limpia sonrisa.

Y no siempre eres fuego
que, crepitante, la maleza abrasa,
que, a menudo, eres juego
de lamparilla escasa,
que juega a iluminar la oscura casa.

Eres soplo de amor,
un aliento vital que purifica;
el Vivificador
que todo vivifica,
la Plenitud que todo plenifica.

Y eres "dador de Vida",
un Amor que fecunda y regenera
y en el que todo anida,
como matriz primera;
¡matriz de inmarcesible primavera!

Y, aunque desconocido,
eres protagonista de la Historia,
a la que das sentido
y limpias de su escoria,
para que participe en tu victoria.

Quiero a ese Amor abrirme,
y a esa tu energía y vivo fuego;
de tu luz revestirme
y entrar en tu sosiego:
¡"dulce Huésped del alma", este es mi ruego!

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