"¡Arroja, Pedro, las redes
a la diestra de la barca!"
ahí te esperan muchos peces,
brillantes como la plata,
como nunca los has visto
saltando sobre estas aguas.
Pero, ¿qué dices, Señor?
Hemos pasado la noche
bregando hasta más del alba,
y hasta la hora de tercia,
sin haber cogido nada;
¡mira vacía la espuerta...
ni un pez te podré ofrecer
sobre nuestra pobre mesa!
Pero creo en tu palabra
y, aunque mi fe es muy pequeña,
en tu nombre echo la red,
y, si tú quieres, la llenas.
La pesca fue milagrosa,
la fe colmó la medida,
y cogieron tantos peces
que casi la barca hundían.
Todos de la red tiraron
hasta dejarla en la orilla.
Los contaron, uno a uno;
todos grandes, clase fina.
Ciento cincuenta y tres eran,
el mismo número exacto
de especies ya conocidas
por ictiólogos romanos
que, en géneros y familias,
tenían clasificados.
Eso era decir,
que en esa barca de Pedro,
que se llamaría Iglesia,
entraría el mundo entero;
hombres de todas las razas,
hombres de todos los pueblos,
capturados por la red
y el cebo del Evangelio.
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